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Cultura Hip Hop

Nat Geo: Cómo el Hip Hop se apoderó del mundo

Este es un artículo publicado en abril del 2007 en la prestigiosa revista de National Geographic. Desde entonces ya se analizaba cómo el Hip Hop venía apoderándose de todo.

Es mi pesadilla: un día, mi hija llega a casa acompañada por un tipo con la boca llena de dientes de oro, un pañuelo amarrado en la cabeza, los brazos reventando de músculos y una actitud desafiante: un rapero. Y me dice: “Papá, nos vamos a casar.” La pesadilla empeora porque, antes de darme cuenta, escucho el sonido de los piecitos de su prole que me ahogan con el sonido de mi propia hipocresía, porque, de joven, también yo era un engreído, un cabeza dura sumergido en mi propia música y mis propios sonidos. Así que maldigo el día en que vi su rostro, un reflejo del mío, y lamento el día en que escuché su nombre porque me doy cuenta de que el rap — una música aparentemente sin melodía, sensibilidad, instrumentos, métrica o armonía, una música sin principio, medio o final, música que ni siquiera parece música — es lo que reina en el mundo. Un mundo que ya no es el mío, sino suyo, y que es el mundo en el que vivo: un planeta Hip Hop.

Jonzi D comenta sobre el Hip Hop post pandemia covid

La huida

Recuerdo la primera vez que oí rap, en 1980, durante una fiesta en Harlem. Un compañero de la escuela, Bill, había bebido más de la cuenta y golpeado a un sujeto, un perfecto desconocido, no recuerdo por qué. El problema era que el individuo en cuestión era enorme; usaba un pañuelo en la cabeza y se había colado a la fiesta con tres amigos. Y a juzgar por la furia de sus rostros, no habría momentos Martin Luther King en nuestro futuro inmediato. Todos en la fiesta éramos o negros o latinos, y estábamos por graduarnos en la escuela de periodismo de la Universidad de Columbia, en donde habíamos aprendido los quiénes, qués, dóndes, cuándos y porqués del quehacer periodístico. Pero los verdaderos cronistas de la “experiencia americana” venían justamente del mundo al que pertenecía el tipo al que Bill había golpeado. Vivían al otro lado del río, en el sur del Bronx, a casi un kilómetro de nuestro barrio. No tenían títulos de periodismo. No tenían dinero. Tampoco tenían credibilidad. Lo que sí tenían, sin embargo, era talento. Esa noche, alguien puso un disco en la tornamesa y todos mis compañeros de estudios se arremolinaron en la pista de baile, aullando de placer. Yo, amante del jazz, me sentí humillado: aquello sonaba como si el disco estuviera rayado. Era una versión de la vieja y —en su momento— exitosa canción Good Times: los mismos cuatro compases que se repetían una y otra vez. Y sobre esta secuencia repetitiva, un muchacho vociferaba rimas acerca de cómo era el mejor disc jockey (DJ) del mundo. La pieza se llamaba Rapper’s Delight. Me pareció la cosa más ridícula del mundo. Más ridículo que la pelea de Bill. Durante los siguientes 26 años, me dediqué a huir de este tipo de música, sin éxito alguno. La oía retumbar en los automóviles y los callejones, desde París hasta Abidjan: la oía, pero nunca la escuchaba; salía de las bocinas de las radiocaseteras desde Johannesburgo hasta Osaka, y aún así pretendía no oírla.

Debo haber pasado un centenar de veces por la esquina de St. James Place y Fulton Street, de mi natal Brooklyn, y apenas percibía al gordito Christopher Wallace, alias Biggie Smalls, quien entretenía a sus amigos con sus rimas. Huí de esta música durante 26 años porque era todo lo que yo creía que era, y más de lo que soñé que podría ser, pero, principalmente, porque representaba todo aquello que yo quería dejar atrás. Y, al alejarme de ella, me perdí del acontecimiento cultural más importante de mis tiempos. Nunca, desde el advenimiento del jazz swing en la década de 1930, una música originaria de Estados Unidos se había extendido por todo el mundo con una fuerza tan abrumadora. Nunca un estilo se había impuesto con tanta rabia, por lo menos no desde que los Beatles invadieran Estados Unidos y Elvis sacudiera la moral del país. Esta desafiante cultura de canciones, graffiti y baile, conocida en su conjunto como Hip Hop, ha sacado a la música popular de sus esquemas habituales en todas las sociedades que ha permeado. En Brasil, el rap es casi tan popular como la samba. En China, los adolescentes pintan graffiti en la Gran Muralla. En Francia se le culpó, de manera injusta, por los peores disturbios civiles que el país haya visto en decenios. Su estructura es única, compleja y, a veces, desconcertante.

Cualquier estilo musical del que se alimente se vuelve parte de su vocabulario, y mientras los ejecutivos de la industria musical lo custodian celosamente para zamparse las ganancias, el Hip Hop se metamorfosea en algo nuevo y exitoso. Es una música que desafía las definiciones y aun así define a nuestras sociedades colectivas en formas inconmensurables. Para muchos de mi generación, a pesar de todos los intentos por explotarla, minimizarla, adormecerla, clasificarla o analizarla, el Hip Hop todavía es un enigma, una alarma, el clamor de los jóvenes del mundo que dicen “yo soy”. Supongo que sería inteligente de nuestra parte empezar a prestarle atención.

El hombre en llamas

Imagínese a un hombre en llamas. Está ardiendo. Entra a su habitación y usted extingue el fuego. Después llega otro hombre en llamas. Usted apaga de nuevo el fuego y continúa en lo suyo. Entonces llegan dos, tres, cuatro, cinco, diez. Usted extingue el fuego de todos y luego los envía al hospital. Ahora imagínese que nadie se toma la molestia de averiguar por qué los hombres se incendiaron. Esa es la historia del Hip Hop. Es un tipo de música hundido en las profundidades del caldero hirviente de la raza y la clase social, y por esta razón está empañada de místicos que profesan ser “reales’, cuando la realidad de una raza es una arena movediza que depende del tiempo, el lugar, la circunstancia y de quién cuenta la historia.

Cindy Campbell y DJ Kool Herc

He aquí la verdadera crónica: a mediados de la década de 1970, la ciudad de Nueva York estaba al borde de la banca rota, por lo que el sistema de escuelas públicas recortó de manera drástica los fondos para las artes. Pero los jóvenes del sur del Bronx y de Harlem hallaron una solución. Era el verano de 1973, en el conjunto habitacional Bronx River, en el número 1595 de la East 174 Street. Un adolescente negro, de nombre Afrika Bambaataa, colocó una bocina en la ventana de la sala, en un primer piso, tendió un cable hasta la tornamesa de su habitación y les dio el festejo de la música a los 3000 habitantes del conjunto. Al mismo tiempo, un adolescente jamaiquino, DJ Kool Herc, ponía el ambiente en el lado este del Bronx y, mientras, un genio de la tornamesa, llamado Grandmaster Flash, ganaba nombre a unos cuantos kilómetros al sur. El vecindario se convirtió en un imán musical para los puertorriqueños, jamaiquinos, dominicanos y negros de las zonas circundantes. Entre ellos se encontraba un maestro de ceremonias (MC) de nombre Lovebug Starsky, a quien se le atribuye haber murmurado la frase “Hip Hop” entre los solos instrumentales (breaks) para mantener el ritmo.

Las fiestas se desarrollaban de la siguiente manera: un tipo, el DJ, tocaba discos en dos tornamesas. Un chico —o chica— hacía las veces de MC. Los DJ aprendieron a mover los discos hacia delante y hacia atrás para hacer con la aguja un rayón (scratch), o bien a dejarla caer en la parte del disco en donde el ritmo era el más intenso para que el break sonara una y otra vez y nadie dejara de bailar. Los MC rapeaban sobre la música para mantener la atención del público, y trataban de superarse entre sí con sus habilidades vocales.

La radio comercial ignoraba todo esto. Los DJ vendían casetes mezclados que almacenaban en las cajuelas de sus autos. Rapper’s Delight, de Sugarhill Gang (la canción que oí por primera vez en aquella fiesta en Harlem), llegó a la radio en 1979. Esa es la versión corta de la historia. La versión larga es que esta música recitada se abrió camino desde los barcos de esclavos que llegaron de África occidental siglos atrás: para los etnomusicólogos, el origen del Hip Hop se remonta a las danzas, los tambores y los cantos de los griots del oeste de África, quienes apareaban las palabras y la música como dolorosa manifestación de los esclavos que sobrevivieron a la travesía intermedia. Los ring shouts (gritos colectivos), los field hollers (cantos de labranza) y los espirituales de los primeros esclavos se nutrían de elementos comunes de la música africana, como el modo llamada-respuesta y la improvisación. “La canción hablada (spoken-word) ha sido parte de la cultura negra desde hace mucho, mucho tiempo”, dice Samuel A. Floyd, director del Centro de Investigación sobre Música Negra, del Columbia College de Chicago. Si se piensa en jazzistas como Louis Armstrong, o en grandes del blues como John Lee Hooker, se apreciará el presagio de la música de rap en los duelos verbales de sus obras.

Es posible rastrear las raíces del Hip Hop en las danzas, tambores y cantos de los griots del oeste de África. La música hablada llegó con los barcos de esclavos, siglos atrás.

Griot

Pero el artista que con toda probabilidad sentó las bases del rap, tal y como lo conocemos ahora, fue Amiri Baraka, un poeta de la generación beat salido del Greenwich Village de Allen Ginsberg. A finales de la década de 1950 e inicios de la de 1960, Baraka hacía sus performances con gritos, aullidos, llantos y patadas, y las coplas flotaban adelante o atrás del ritmo, a veces en una síncopa en staccatto. Era un arte del performance, el cual inspiró al que podría considerarse el primer grupo de rap: los Last Poets. Yo tenía 13 años cuando oí por primera vez a los Last Poets, en 1970. Me dieron miedo. Para los negros de EUA, eran como los primos incómodos que nadie quiere que se le aparezcan en las parrilladas. Mis padres no nos permitían poner su música en la casa, pero mis hermanos esperaban a que se fueran a trabajar y de todos modos la ponían. Fue el primer grupo al que le oí utilizar en un disco la palabra “n” (negro, así tal cual), en canciones como “Los n… le temen a la revolución”.

Los Last Poets encarnaban al poder negro en un mundo en el que los estadunidenses buscaban eufemismos para hablar de la raza negra y en cuyo aire aún reverberaba el asesinato de defensores de los derechos civiles, como Malcom X y Martin Luther King hijo. Sus discos consistían en percusiones y rimas de canción hablada y eran muy escuchados en mi vecindario. El primero vendió 400 000 copias en tres meses, dice Umar Bim Hassan, miembro de los Last Poets. “No había videos ni se tocaba en la radio; se difundió de boca en boca?’ La desaparición del grupo coincidió con el nacimiento del Hip Hop, en la década de 1970. Es poco probable que los integrantes del grupo Last Poets alguna vez soñaran que la revolución de la que cantaban tomaría la forma que hoy tiene. “Estábamos inmersos en el movimiento —dice Abiodun Oyewole, uno de sus fundadores—. Muchos raperos de hoy tienen talento, pero van en la dirección equivocada?’

Los caminos confluyen

Las carreteras circundan la ciudad de Dayton, Ohio, del mismo modo en que se trenza el listón de un moño de una caja de chocolates de la dulcería local, Esther Price; ahí, seis mujeres se dedican exclusivamente a eso: a amarrar listones. Henry Rosenkranz lo sabe perfectamente. “Me encantan los dulces”, dice este adolescente mientras, cubeta en mano, recorre la fábrica; delgado, de lentes y con una red para el pelo, trabaja tiempo completo después de la escuela, trapeando pisos.

Henry es un adolescente blanco típico, el consumidor prototípico para la industria del Hip Hop (lo cual tiene a sus padres con los pelos de punta). La música que alguna vez fue exclusiva del ámbito de los estadunidenses negros se volvió blanca y comercial al mismo tiempo. Ahora, en los performances, un océano de rostros blancos se eleva para recibir a los grupos de rap; muchos de los jóvenes que asisten se parecen a Henry en sus gustos y costumbres. Pero, a todas luces, no son únicamente las clases bajas: también los jóvenes de dinero se identifican con este movimiento cultural de raíces afroamericanas. Lo que los muchachos blancos encuentran atractivo en esta música es ese factor cool o ilícito que, nos guste o no, se asocia con la población negra de Estados Unidos. El Hip Hop ha cambiado continuamente de forma; evolucionó y pasó de ser música para fiestas a glosa social con el lanzamiento, en 1982, de The Message, de Grandmaster Flash and The Furious Five.

Melle Mel habla de “The Message”

Hoy en día, los artistas de Hip Hop. alternativo siguen produciendo canciones de conciencia social, pero la mayoría de los raperos comerciales canta letras violentas que degradan a las mujeres y a los gays. El subgénero que empezó con el gangsta rap (que narra la vida gangsteril), en la década de 1990, y que se popularizó con los asesinatos aún sin resolver de los raperos Biggie Smalls y Tupac Shakur, se encuentra dominado por los raperos que se jactan de llevar vidas criminales. 50 Cent, la estrella de Hip Hop del momento, alardea acerca de sus proezas sexuales y se jacta de haber recibido disparos en nueve ocasiones.

Notorious BIG + Túpac Shakur

“La gente dice que el Hip Hop es la música de MTV actual —se burla Chuck D., del grupo Public Enemy, conocido por su rap abiertamente político—. Es el Big Brother que te controla. Colocar algo ahí que sea autóctono de corazón, que rinda homenaje a la música que nos precedió, es toda una odisea?’ La mayoría de las canciones de rap funcionan como anuncios ambulantes de autos de lujo, ropa de diseñador y bebidas alcohólicas. El Hip Hop vende tanto coñac Henessy que los productores franceses, que hace 10 años estaban más muertos que una cerveza de ayer, hoy ven cómo su negocio está en plena efervescencia. De hecho, la compañía patrocinó un concurso para visitar su planta productora en Francia en compañía de un ínclito rapero. De muchas maneras, la música representa un viejo sueño. Es la mina de oro para millones de adolescentes como Henry, que en silencio se preocupa al ver cómo su padre se esclaviza 14 horas al día en una fábrica de herramientas para ganar apenas lo suficiente para vivir. Al igual que otros adolescentes en el mundo, Henry tiene la fantasía de trabajar en el negocio del Hip Hop y volverse millonario. “Mis padres odian el Hip Hop —dice Henry—. Pero oigo cómo Snoop Dogg le dice putas a las mujeres, y sé que tiene esposa e hijos; es nada más una fantasía. Muy en el fondo, todo el mundo tiene la urgencia de ser mala onda. Pero es hablar por hablar?’

Los jóvenes blancos se sienten atraídos por esta música porque tiene un factor cool o ilícito que, nos guste o no, se asocia con la población negra de Estados Unidos.

El círculo se cierra

Las ocho horas de vuelo me despierta. Bienvenido a África. La tarea: encontrar las raíces del Hip Hop. La música va a cerrar el círculo y vuelve a casa en África. Era la idea. En lugar de eso, me atrapa la típica paradoja periodística: vas a cubrir la historia y la historia acaba cubriéndote. La pestilencia de la pobreza me hizo poner los pies en la tierra, como si me hubieran colgado de la nariz un anillo de 100 kilos. El mercado Sadanga, de Dakar, está lleno de “color local”, siempre y cuando uno no viva ahí. Está atascado de gente, sucio, con los puestos llenos de mercancías rodeadas de muestras destrozadas de la vida cotidiana: tuberías rotas, manubrios de bicicletas, moscas de la fruta, botellas de refresco, pordioseros, perros, celulares. Un limosnero adolescente, con el cuerpo malformado por la polio, andaba sobre manos y pies, como una araña. Me dijo: “Ayúdame, hermano. Lo miré a los ojos: eran un océano sin fondo.

El hotel Teranga es una fortaleza enclavada tras un muro de concreto en cuya puerta principal se reúnen los pordioseros. Los turistas franceses los ignoran; las mujeres usan tacones altos y pantalones de mezclilla deslavados. Se mueven por el centro de Dakar como si fueran miembros de la realeza, regatean en el mercado y nadan en la piscina del hotel con sus hijos, en una escena que recuerda el Birmingham de Alabama en la década de 1950: los negros sirven, los blancos se divierten. A unos 500 metros de distancia, los africanos comen en las aceras y venden cacahuates por una miseria. En el aire se respira inquietud, la grave sensación de que algo anda mal.

Los franceses no lo huelen, aunque ya experimentaron las consecuencias directas de este mal en su país. Los incendios en los suburbios de París, de octubre del 2005, fueron en buena parte cortesía de los hijos de inmigrantes de antiguas colonias francesas, hartos de vivir hacinados durante generaciones en casas de subsidio estatal y sin posibilidad de obtener trabajo. Telegrafiaron el malestar con su música (Francia es el segundo mercado de Hip Hop más grande del mundo), pero el mensaje fue ignorado. En todo el mundo, la música de rap se ha convertido en una expresión universal de rabia, con la pose de machismo copiada del Hip Hop comercial de Estados Unidos.

Túpac Shakur

En Dakar lo único que necesita un muchacho para alejarse de la miseria es un micrófono y una tornamesa. En Dakar, la fotografía del rapero estadunidense Tupac Shakur cuelga de los puestos callejeros de comerciantes que no hablan inglés. En Dakar, el rap es el rey de hoy. Hay cientos de grupos de rap en Senegal. El equipo de grabación de las televisoras francesas se amontona dentro y fuera de los centros nocturnos de Dakar para filmar las koras, o arpas laúd, y los tamas (tambores de axila). Pero debajo de los tambo-res, las lecciones de baile y el tintinear del dinero de los turistas, hay una rabia callada, una furia desesperanzada entre los senegaleses, algunos de los cuales parecen tener una aversión hacia sus antiguos gobernantes coloniales.

“Sabemos todo sobre la historia francesa —dice Abdou Ba, productor y músico senegalés—; sabemos de sus reyes, sus castillos, su arte, su música. Sabemos todo sobre ellos. Pero ellos no saben mucho de nosotros.”

A Assane N’Diaye, de 19 años, le encanta el Hip Hop. Antes de abandonar su aldea para ir a trabajar como DJ en Dakar, era pescador, como su padre y el padre de su padre. Alto, delgado, de complexión musculosa y con un apuesto rostro de chocolate, Assane se convirtió en un cotizadísimo DJ, pero el equipo que utilizaba era prestado. Cuando su amigo se lo pidió de regreso, el éxito lo abandonó. Ha vuelto a su hogar, en Toubab Dialaw, a unos 40 kilómetros al sur de Dakar, una aldea que se destaca por un enorme peñasco de unos 12 metros de alto que da al océano Atlántico.

Hace más o menos siglo y medio, un gobernante local condujo hasta este lugar a un grupo de personas que huían de los comerciantes de esclavos. Uno de estos, un blanco, le dijo que viniera aquí, a Toubab Dialaw. Cuando llegaron, los esclavistas los siguieron y se inició una batalla. El gobernante peleó con valentía, pero fue asesinado. Los aldeanos lo enterraron junto al mar y señalaron su tumba con una pequeña piedra que, al paso de los años, se cuenta, creció como si fuera un árbol plantado por Dios. Cuando los pescadores se adentran en el mar, el peñón les sirve como un faro que señala el camino a casa. Se dice que el Peñón de Toubab Dialaw contiene un espíritu mágico en el que Assane N’Diaye cree. A la sombra del Gran Peñón, Assane construyó un pequeño restaurante, Chez Las, decorado con cientos de conchas marinas. Aquí es donde Assane vive su sueño de Hip Hop. Por las noches, él, su hermano y su primo se paran junto a la roca y miran al mar. Meditan. Rezan. Entonces escriben letras de rap que están a años luz de distancia del oropel de los hip-hopperos comerciales de hoy en día. Escriben sobre sus vidas como pescadores de la aldea, sobre lo escaso de la pesca y cómo tienen que irse a aguas cada vez más profundas; sobre las dificultades de tener que pescar durante 8, 10 o hasta 14 días en una piragua abierta durante la temporada de lluvias; sobre el alto costo que deben pagar por rentar sus botes, y sobre el irrisorio precio que alcanza su pesca en el mercado. Escriben acerca de la humillación de la pobreza, mientras ven cómo su pueblo crece con dakarianos ricos, y franceses todavía más ricos. Y también escriben sobre sus parientes que se van por la mañana y nunca regresan, rendidos ante el mar, los tiburones y Dios. Su sueño, por supuesto, es grabar un disco. Tienen su propio demo, su logotipo y su nombre, Salam T.D. (por Toubab Dialaw). Pero el rap representa un sueño más profundo: una vida mejor. “Queremos dinero para ayudar a nuestros padres —dice Assane al final de una cena—. Vemos cómo nuestras madres hierven el agua para cocinar y no tienen qué poner adentro.” Assane apenas toca su comida.

El rap no le pertenece a la cultura estadouniense —dice—, pertenece a este lugar. Siempre ha existido aquí porque nace de nuestro dolor, nuestras privaciones y nuestro sufrimiento.”

En esta tarde fresca, en un restaurante cercano a su aldea, estos jóvenes con camisetas y gorras de beisbol no parecen muy distintos de sus homólogos afroamericanos, salvo por una cosa: después de una cena de arroz y pollo, Assane les dice algo a los otros en wolof. En silencio, recogen hasta el último pedazo de las sobras (el pan a medio comer, arroz, piezas de pollo, los huesos) y las colocan en una bolsa de plástico para dárselas a los niños de la aldea. En silencio se levantan de la mesa y se van hacia afuera. Lo último que veo es la silueta de sus majestuosas figuras en la menguante luz del umbral, dirigiéndose a la aldea en tinieblas y sujetando esa bolsa como si en ella llevaran un tesoro.

Llegado aquí, te puede interesar el documental “El Mundo es tuyo” en el que puedes conocer el Hip Hop en distintos continentes.

La ciudad de los dioses

Hay quien llama al conjunto habitacional Bronx River La ciudad de los dioses, aunque, si Dios ha estado por aquí, hace mucho que no se da una vuelta. Los diez monótonos edificios de ladrillo rojo se distribuyen en seis hectáreas y son visibles si uno llega manejando desde el este y pasa por el puente de la East 174th Street. El Bronx es la Tierra Santa del Hip Hop, el lugar en el que todo empezó. Ahora, los visitantes toman tours por el vecindario, guiados por un puñado de cuarentones que muestran los sitios de grandeza y humildad de la cuna del Hip Hop. Es una reveladora metáfora del estado del paisaje racial en Estados Unidos el que se necesite un permiso especial para hacer una fiesta en los mismos parques y patios que produjeron la música que cambió al mundo. Los artistas de rap vie-nen y van, pero las condiciones que los crearon permanecen. Si hablamos de hombres negros, el índice de desempleo en Nueva York es de 40%; uno de cada tres nacidos en el 2001 terminará en la cárcel; su expectativa de vida en Estados Unidos está por debajo de la de los hombres en Sri Lanka y Colombia. Fue necesario un enorme huracán en Nueva Orleans para que el país se diera cuenta de sus realidades raciales. Es por eso que, después de 26 años, he venido a abrazar esa música que me empeñé en ignorar.

La cultura del Hip Hop no es mía y sin embargo me pertenece. Hay muchas cosas que odio de ella. No obstante, la amo, amo lo bueno de ella. Reconocer el gusto por un tipo de música que, al menos en cierto grado, acepta la violencia, no es cosa fácil. Pero, por otra parte, el himno nacional estadunidense habla de bombas que explotan en el aire, y esa canción también me gusta. En sus mejores momentos, el Hip Hop expone el vacío moral que es el legado de nuestra generación. Esta música que alguna vez hizo visible la recóndita cultura del problema social más grande de Estados Unidos, su legado de esclavitud, ha diferido el sueño a escala global. Hoy en día, 2 % de la población adulta de la Tierra es dueña de más de la mitad de su riqueza, y las culturas indígenas se ven engullidas con la misma velocidad con la que un adolescente se devora una bolsa de papas fritas. La música llama. Al paso de los años, los instrumentos cambian, pero el mensaje es el mismo. Los tambores retumban en señal de alarma. Nos dicen algo. Nuestros hijos pueden escucharla. La pregunta es: ¿podemos nosotros?

El viaje del Hip Hop El fotógrafo David Alan Harvey lo lleva al interior del mundo del Hip Hop, desde los raperos del Bronx hasta los griots de africanos.

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